martes, 22 de diciembre de 2009

UN APORTE PARA EL DEBATE SOBRE MEDIO AMBIENTE -O LO QUE NOS QUEDA DE EL-

ECONOMIA Y SUSTENTABILIDAD

la economía ecológica en perspectiva1
José Manuel Naredo

Economista y estadístico español

Resumen

El presente texto se divide en tres partes. La primera empieza recordando cómo la actual ciencia económica se consolidó en el universo aislado de los valores de cambio, a costa de echar por la borda las preocupaciones originarias de los padres de esta disciplina encaminadas a adaptar la gestión a los condicionantes del mundo físico.

La cortedad de miras del enfoque económico ordinario generó así un médio ambiente físico inestudiado sobre el que, paradójicamente, se trata hoy de volver a reflexionar. El texto muestra las tribulaciones de los economistas que tratan hoy de reflexionar sobre el medio ambiente que su propia disciplina había segregado, identificando las nuevas corrientes que se plantean en este campo y su relación con la

economía ordinaria.

En la segunda parte de se verá que las nuevas especialidades de economia ecológica o ambiental, ya implantadas en el mundo académico, no han conseguido ecologizar a la economía ordinaria, que sigue orientando en lo fundamental las decisiones sin reparar en los daños ambientales ocasionados: el reduccionismo del discurso económico imperante está ayudando más a encubrir que a analizar y resolver los problemas ecológicos y sociales que acarrea el comportamiento de la civilización industrial. Ante la mayor sensibilidad de la población hacia estos temas, el mencionado

discurso ha incorporado a su retórica la referencia formal a estos problemas: hoy la mayoría de los programas políticos y las actividades económicas incorporan en sus discursos el vocabulario ecológico, contando para ello con la ayuda de las nuevas corrientes arriba mencionadas. Se trata de tranquilizar a la población con políticas de imagen verde, en las que todo tiende a calificarse de “ecológico” y “sostenible”, ocultando o banalizando las contradicciones y daños ocasionados, sin necesidad de cambiar los criterios de gestión, ni los patrones de comportamiento que los originan.

Se verá que el racionalismo parcelario del discurso económico dominante está contribuyendo a desviar la atención de los principales conflictos ecológicos (y sociales)

de nuestra época y a divulgar implícitamente una ideología conservadora del statu quo

que los genera. Estamos así en presencia de un nuevo irracionalismo global que se mantiene a base de distraer la reflexión en los laberintos de la racionalidad científica parcelaria. ¿Hasta que punto los vientos que soplan a favor de la reconciliación virtual entre economía y naturaleza conseguirán eclipsar a aquellos otros que buscan su reconciliación real?. O también ¿hasta cuando la reconciliación virtual podrá seguir contentando a la población a base de ocultar los daños sociales y ambientales y demorando así una posible reconciliación real?. Ello dependerá de cómo evolucione la batalla ideológica en curso, del vigor que alcancen las denuncias de

la función mixtificadora que ejerce el discurso económico dominante en este campo...o

de que se cubra el vacío actual de conocimiento sobre los rasgos esenciales del metabolismo de la civilización industrial que provocan simultaneamente los procesos

de desarrollo económico, deterioro ecológico y polarización social.
La tercera parte del texto concluye señalando los principales temas “tabú” que permanecen ignorados en este campo, cerrando el paso hacia la reconversión ecológica real de la economía ordinaria. Porque cabe pensar que conocer y discutir las causas de nuestros males es el primer paso para resolverlos y que mientras se sigan ignorando ciertos aspectos esenciales que caracterizan el comportamiento de la civilización industrial, difícilmente se podrá reconvertir ésta hacia patrones de comportamiento más respetuosos del entorno (tanto local como global).

I.- La consolidación de la economía estándar y la aparición de un “medio ambiente” inestudiado. “economía ambiental” y “economía ecológica”.

- Sobre cómo la economía estándar se consolidó generando un “medio ambiente” físico inestudiado

Conseguir un mejor entendimiento entre los enfoques y áreas de conocimiento diferentes que se ocupan de la problemática horizontal que la gestión de los recursos naturales o ambientales plantea, exige conocer en profundidad las razones que explican el divorcio entre economía y ecología, viendo cómo la noción de sistema económico sobre la que acostumbra a razonar la primera se consolidó echando por la borda las consideraciones sobre la que preocupaban a los autores, hoy llamados fisiócratas, que le dieron origen en economía de la naturaleza el siglo XVIII. Y conociendo cómo fueron surgiendo, ya al margen de la ciencia económica establecida, otras disciplinas que trataban de aportar respuestas útiles para la gestión en esse campo que la economía había abandonado tras aislar y consolidar su reflexión en el universo autosuficiente de los valores de cambio. Pues hay que tener bien claro que la

noción de sistema utilizado en estas disciplinas, entre las que ocupa un lugar central la

ecología, difiere radicalmente del empleado por la economía, como difiere también su

objeto de estudio: de ahí la desconexión, la incomprensión y el conflicto observado entre ambas. Un mejor entendimiento entre enfoques exige, también, tener conciencia de las posibilidades y limitaciones de cada enfoque, a fin de desterrar los reduccionismos que suelen acompañar al conocimiento parcelario.

Empecemos por analizar la noción usual de sistema económico con la que acostumbran a razonar los economistas y los sucesivos recortes que se fueron operando en su objeto de estudio, aislándolo del mundo físico, para ver después los caminos por los que se intenta conectar de nuevo la reflexión económica con el entorno físico y territorial, así como las consecuencias que estos intentos tienen sobre el estatuto de la propia economía como disciplina.

Recordemos que la idea de sistema económico que permitió la consolidación de la economía como disciplina y que ha venido monopolizando hasta ahora la reflexión de los economistas, tomó cuerpo allá por el siglo XVIII, tal y como expuse en detalle en mi libro La economía en evolución (Naredo, J.M., 1987, 1996, 2ª ed.).

Fueron los economistas franceses de esa época, hoy llamados fisiócratas, los que instalaron el carrusel de la producción, del consumo, del crecimiento y demás piezas constitutivas de la idea usual de sistema económico. Al proponer la noción de

producción (y de su deseable crecimiento) como centro de esta disciplina, se desterró la idea anterior que concebía la actividad mercantil como una especie de juego de suma cero, en el que si unos se enriquecían era a costa de otros. Se desplazó

así la reflexión económica desde la adquisición y el reparto de la riqueza hacia la producción de la misma que, al suponer que era beneficiosa para todo el mundo, permitía soslayar los conflictos sociales o ambientales inherentes al proceso económico

y desterrar las preocupaciones morales de este campo. Tal desplazamiento se apoyó en la visión organicista del mundo todavía vigente, que veía sujetos a procesos de generación y crecimiento no solo a los animales y las plantas, sino también a los minerales. La economía se afianzó como disciplina asumiendo la tarea de promover ese crecimiento de las riquezas generadas por la Madre-Tierra. Quesnay, el más destacado de los economistas de la época, proponía como objetivo de la moderna Economía “acrecentar las riquezas renacientes sin menoscabo de los bienes fondo” (entre los que figuraba sobre todo la capacidad generadora de la Madre-Tierra). Producir, para este autor, no era simplemente “revender con beneficio”, sino contribuir al aumento de esas riquezas renacientes (o renovables, como diríamos hoy) dando lugar a un Producto neto físico (por ejemplo, se plantaba un grano de trigo y se obtenía una espiga con muchos granos) expresable también en términos monetarios. La idea de crecimiento resultaba entonces coherente con la visión organicista del mundo físico en crecimiento antes mencionada, que alcanzaba también al “reino mineral”: no en vano Quesnay incluía a la minería entre las actividades productivas (es decir, que trabajaban con riquezas renacientes) recogidas en la cabecera de su famoso Tableau économique (1758). El crecimiento econômico (medido en términos físicos y monetarios) se situaba en correspondencia con el crecimiento físico, no solo de las riquezas renacientes, sino de la propia Tierra que las generaba, tal y como postula Linneo en su Discurso sobre el crecimiento de la

Tierra habitable (Oratio Telluris habitabilis incremento, Leiden, 1744). El crecimiento propuesto pretendía así desarrollarse, ingenuamente, “sin menoscabo de los bienes fondo”, es decir, de modo “sostenible” en términos actuales. A partir de aquí la ciência económica siguió asumiendo acríticamente las ideas de producción y crecimiento como premisas indiscutibles en la marcha hacia el Progreso, olvidando el contexto y las matizaciones originarias, para popularizar toda la mitología vinculada a estas nociones.

Para la corriente de pensamiento que se ocupaba en la época de Quesnay y de Linneo de la entonces llamada economía de la naturaleza, “todo lo creado era útil (de forma más o menos mediata) a nuestras necesidades”, habida cuenta las múltiples interdependencias observadas entre animales, minerales y plantas en el marco de un supuesto mutualismo providencial: hasta las criaturas más modestas de la creación, como la lombriz de tierra, o los insectos, se consideraban de alguna utilidad, aunque fueran también molestos para el hombre. En consecuencia, los fisiócratas trataron de conciliar sus reflexiones sobre los valores “venales” o pecuniarios, con esa economia de la naturaleza que extendía su objeto de estudio a toda la biosfera y los recursos.

Estos autores propusieron así una síntesis audaz entre crematología y economía de la naturaleza, tratando de orientar la gestión con unos principios de la economia monetaria acordes con las leyes del mundo físico (de ahí su posterior calificación de fisiócratas). Pero, como es sabido, su programa de investigación se vio truncado al irse desplazando su idea de sistema económico al mero campo de los valores pecuniarios o de cambio, hasta cortar el cordón umbilical que originariamente lo unia al mundo físico. En la “ecuación natural” en la que William Petty consideraba que “el trabajo era el padre y la naturaleza la madre de la riqueza”, fue perdiendo peso esta última. Los llamados “economistas clásicos” la mantuvieron como un objeto cada vez más pasivo e incómodo, que se suponía acabaría frenando el crecimiento económico y haciendo desembocar el sistema hacia un inevitable “estado estacionario”, manteniendo todavía una noción de producción que permanecia cargada de materialidad y exigía distinguir entre actividades “productivas” e “improductivas”. En efecto, hay que recordar que a finales del siglo XVIII y principios del XIX la geodesia, la mineralogía,... y la química modernas desautorizaron la antigua idea del crecimiento de los minerales y de la Tierra misma (e incluso llegó a establecerse la definición del metro, unidad invariable de longitud, como equivalente a

la diez millonésima parte del cuadrante del meridiano terrestre): los economistas clásicos no pudieron menos que aceptar que el crecimiento de la población, la producción y los consumos (materiales) resultaba inviable a largo plazo si la Tierra no crecía. De ahí que aceptaran de mala gana que el crecimiento económico acabaria apuntando irremisiblemente hacia un horizonte de “estado estacionario”. El hecho de que un economista tan acreditado como John Stuart Mill, cuyo manual alcanzó numerosas ediciones, viera con buenos ojos ese “estado estacionario”, denota hasta qué punto no estaba todavía firmemente establecida la mitología actual Del crecimiento como llave inequívoca de progreso. “No puedo mirar al estado estacionario del capital y la riqueza --decía este autor en su manual— con el disgusto que por el mismo manifiestan los economistas de la vieja escuela. Me inclino a creer que, en conjunto, sería un adelanto muy considerable sobre nuestra situación actual. Confirmo que no me gusta el ideal de vida que defienden aquellos que creen que el estado normal de los seres humanos es una lucha incesante por avanzar y que aplastar, dar codazos y pisar los talones al que va delante, característicos del tipo de sociedad actual, constituyen el género de vida más deseable para la espécie humana... No veo que haya motivo para congratularse de que personas que son ya más ricas de lo que nadie necesita ser, hayan doblado sus medios de consumir cosas que producen poco o ningún placer, excepto como representativas de riqueza,...solo en los países más atrasados del mundo puede ser el aumento de la producción un asunto importante; en los más adelantados lo que se necesita desde el punto de vista económico es una mejor distribución...” (Mill, J.S., 1848).

Serían los economistas llamados “neoclásicos” de finales del siglo XIX y principios del XX, los que acabaron vaciando de materialidad la noción de producción y separando ya por completo el razonamiento económico del mundo físico, completando así la ruptura epistemológica que supuso desplazar la idea de sistema económico, con su carrusel de la producción y el crecimiento, al mero campo del valor, donde seguiría girando libremente, hasta que las recientes preocupaciones ecológicas o ambientales demandaron nuevas conexiones entre lo económico y lo físico.

Así, el predominio del enfoque mecánico y causal redujo el campo de estúdio de la economía sólo a aquellos objetos que se consideraban directamente útiles para el hombre en sus actividades e industrias. Entre los “economistas neoclásicos” más representativos, podemos decir, por ejemplo, que Walras no comulgaba con esse mutualismo providencial de los fisiócratas y hablaba ya en su famoso tratado de “malas hierbas” y “alimañas” a eliminar, porque atentan contra esa utilidad directa, o que Jevons señalaba taxativamente que los recursos naturales no formaban parte de la ciencia económica ya que sólo podían ofrecer utilidad potencial. La idea de que tanto la Tierra, como el Trabajo, eran sustituibles por Capital, permitió cerrar el razonamiento económico en el universo del valor haciendo abstracción del mundo físico, al considerar el Capital como el factor limitativo último para la producción de riqueza.

Pero todavía es necesario practicar nuevos recortes en esta noción más restringida de lo útil para acercarnos al campo de los objetos económicos a los que se refiere la noción usual de sistema económico. Walras, calificado por Samuelson como el Newton de la ciencia económica, fue consciente de estos recortes, al igual que otros autores neoclásicos, y los explicitó de la siguiente manera. El primer recorte viene dado al considerar sólo aquel subconjunto de lo directamente útil que es objeto de apropiación efectiva por parte de los agentes económicos, pasando a formar parte de su patrimonio. El segundo recorte se practica al retener solamente aquel subconjunto de objetos apropiados que tienen valor de cambio (subconjunto este que puede ampliarse mediante la imputación de valores a aquellos objetos que, por las

razones que sean, no tienen un valor de cambio explícito). El tercer recorte se opera al

tomar del campo de lo apropiable y valorable solamente aquellos objetos apropiados y valorados que se consideran productibles, atendiendo al postulado que permite asegurar el equilibrio del sistema (entre producción y consumo de valor), sin recurrir a consideraciones ajenas al mismo. Así, tal y como señalaba Walras en sus Elementos (1900), al matizar la noción de riqueza social a la que circunscribe

su sistema: “el valor de cambio, la industria, la propiedad, tales son pues los tres hechos generales de los que toda la riqueza social y de los que sólo la riqueza social es el teatro”.

De esta manera, en contra de los que pretendía Quesnay, producir acabo siendo, sin más, “revender con beneficio”, utilizándose la noción de “valor añadido” (calculado como saldo entre el valor en venta de un producto menos el valor gastado en su obtención) para estimar y agregar dicha producción en los sistemas de Cuentas Nacionales, plasmada en el consabido Producto Nacional Bruto, que hace abstracción del contenido físico de los procesos que conducen a su obtención. Como contraposición a las operaciones que llevan a la formación, distribución, consumo o acumulación del producto monetario así generado, aparece un “medio ambiente” inestudiado, compuesto por recursos naturales, no valorados, apropiados o producidos, y de residuos que, por definición, han perdido su valor.

Los recortes mencionados en el objeto de estudio que se han operado entre esa economía de la naturaleza, que los fisiócratas del siglo XVIII mantenían como marco de referencia de sus razonamientos, y la versión de sistema econômico adoptada por los autores neoclásicos y utilizada hasta el momento como objeto de representación (de las Contabilidades Nacionales de flujos) y de reflexión de los economistas, explica el divorcio entre economía y ecología que ahora se trata de paliar. El problema estriba en que cada una de estas dos disciplinas razonan sobre oikos diferentes, dando lugar a diálogos de sordos, cuando sus diferentes objetos de estudio no se precisan con claridad. Subrayemos, pues, que mientras la ecología, al igual que la economía de la naturaleza del siglo XVIII, razona sobre el conjunto de la biosfera y los recursos que componen la Tierra, la economía suele razonar sobre el conjunto más restringido de objetos que son apropiables, valorables y productibles. Y fácilmente se aprecia que la ampliación de este último subconjunto suele entrañar recortes o desplazamientos de los objetos preexistentes en los otros conjuntos de recursos más amplios sobre los que razona la ecología, con el agravante

de que tales recortes permanecen al margen del cómputo contable ordinario de la economía. Tal sería el caso de una empresa minera, que amplía la “producción” (léase extracción) de minerales a costa de reducir las reservas que pueden ser apropiadas y valoradas, pero no producidas. O de la construcción de nuevos edifícios que exige, entre otras cosas, la ocupación de suelo fértil. O de la empresa que produce utilizando y contaminando el aire, que no está ni apropiado ni valorado. Es más, las mayoría de los procesos de produción y consumo (de valor) suelen abarcar elementos y sistemas del mundo físico que se ubican en todos los conjuntos antes indicados (por ejemplo, la comprensión del ciclo del agua exige abarcar desde su fase atmosférica, que da paso a la precipitación, a la infiltración superficial y profunda, a la absorción por el suelo y las plantas, al cambio de estado por evapotranspiración y a la escorrentía hasta que finalmente llega al sumidero de los mares, para volver de nuevo a la fase atmosférica: de todas estas fases sólo una pequeña fracción puede ser apropiada, valorada y producida, cuyo estudio exige relacionarla con el resto).

A las diferencias observadas entre el objeto de estudio de la economía y la ecología, se añaden otras no menos importantes en las nociones de sistema con las que trabajan: mientras que la economía suele trabajar con una noción de sistema permanentemente equilibrado, que se cierra en el mero campo del valor, aislándose del mundo físico sin dar cuenta de las irreversibilidades, la ecología, trabaja con sistemas físicos abiertos (que intercambian materiales y energía con su entorno), permanentemente desequilibrados y sujetos a la “flecha (unidireccional) del tiempo” que marca la Ley de la Entropía. El hecho de trabajar, no solo con objetos de estudio diferentes, sino también con sistemas de razonamiento diferentes, agrava la falta de entendimiento antes mencionada, cuando se discute sin precisar estos extremos.

Así las cosas, cuando la ciencia económica, y su sistema contable de referencia, se consolidaron abandonando el contexto físico-natural en el habían nacido con los fisiócratas, para limitar su campo de aplicación al universo lógicamente autosuficiente de los valores de cambio (productibles), llama la atención que se quiera ampliar ahora su radio de acción para abarcar el “medio ambiente”, compuesto por bienes libres o no económicos, que aparece plagado de recursos naturales y de resíduos artificiales sin valor. Lo mismo que cuando la ciencia económica se hizo autosuficiente a costa de echar por la borda la conexión con el mundo físico demandada por Quesnay, para asegurar que la producción se realizara “sin menoscabo de los bienes fondo”, llama la atención que ahora se trate de restablecer de nuevo esa conexión para pretender que dicha producción sea físicamente sostenible. Ni que decir tiene que estas nuevas exigencias afectan a los cimientos de la ciencia econômica establecida y tienen que ver con su propio estatuto como disciplina autosuficiente, por lo que constituyen uno de los puntos más vivos del debate económico actual, dando lugar a diversas formas de abordar la nueva problemática, como ocurre con las corrientess de economía ambiental y economía ecológica, cuyas orientaciones esbozaremos a continuación. Como es natural, escapa al propósito de este breve texto hacer una exposición detallada y pretendidamente completa de tales corrientes (la bibliografía adjunta permite al lector interesado profundizar sobre el tema al incluir algunos manuales o textos representativos de ambas corrientes): ahora trataremos más bien de apuntar sus planteamientos de fondo a fin concluir reflexionando sobre las perspectivas de la ciencia económica en su conjunto, en relación con el tema que nos ocupa. Porque hay que tener presente que las principales decisiones que afectan a los recursos naturales y el medio ambiente no se toman en los departamentos de administraciones y empresas con competencias sobre el tema, sino en los que tienen que ver con la economía y las actividades ordinarias (agricultura, minería, industria, comercio, transportes, etc.).
- “Economía ambiental” y “economía ecológica”

Cuando una red analítica deja escapar un objeto de estudio caben dos posibilidades: una consiste en ampliar y arrojar sucesivamente esa misma red con ánimo de conseguirlo, otra, en recurrir a otras artes que se estiman más apropiadas para ello. Ambas cosas están ocurriendo en el caso que nos ocupa. Por un lado está la llamada economía ambiental, que aborda los problemas de gestión de la naturaleza como externalidades a valorar desde el instrumental analítico de la economia ordinaria, que razona en términos de precios, costes y beneficios reales o simulados. Por otro está la llamada economía ecológica, que considera los procesos de la economía como parte integrante de esa versión agregada de la naturaleza que es la biosfera y los ecosistemas que la componen (incorporando líneas de trabajo de ecología industrial, ecología urbana, agricultura ecológica,..., que recaen sobre el comportamiento físico y territorial de los distintos sistemas y procesos) . Entre ambos ha surgido también una economía institucional que advierte que el intercambio mercantil viene condicionado por la definición de los derechos de propiedad y las reglas del juego que el marco institucional le impone, tratando de identificar aquellos marcos cuyas soluciones se adapten mejor al logro de objetivos de conservación del patrimonio natural o de calidad ambiental socialmente deseados.

A mi juicio, los enfoques arriba mencionados deberían complementarse para hacer que el discurso económico abarque problemas que comportan la consecución de objetivos formulados a plazos, escalas y niveles de agregación distintos. Esta sería la meta del enfoque por mí denominado “ecointegrador”, ya que apuntaría a evitar la tradicional disociación entre planteamientos económicos y ecológicos “reconciliando en una misma raíz eco la utilidad propugnada por aquellos y la estabilidad analizada por éstos”. Pero este paso demanda una ampliación del objeto de estudio y un cambio de estatuto de la propia economía como disciplina hacia la multidimensionalidad de planteamientos y la transdiciplinaridad de sus practicantes que está todavía lejos de producirse. Un cambio en el razonamiento económico que deje de alimentar las irracionalidades globales que conllevan las formulaciones del actual conocimiento económico parcelario, para contribuir a la reunificación del saber en torno a la problemática horizontal que la gestión plantea en las sociedades de hoy.

El propósito enunciado de conectar la reflexión desde puntos de vista y áreas de conocimiento diferentes es fruto de un doble y obvio reconocimiento. Por una parte, reconociendo que difícilmente se pueden abordar con seriedad los problemas ecológicos o ambientales que la gestión diaria plantea, sin tener un conocimiento físico y territorial ajustado de los mismos. Al igual que admitiendo que, por mucho que se conozca su vertiente física y territorial, resultaría ingenuo pensar en resolverlos sin tener en cuenta el marco institucional y los mecanismos de valoración que los originan.

Sin embargo, aunque la mayoría de los economistas “ambientales” y “ecológicos” podría suscribir sin problemas esta propuesta de colaboración, de hecho el statu quo sigue primando los enfoques sectoriales y unidimensionales, haciendo que en la práctica diaria continúe siendo moneda común la incomunicación, e incluso el enfrentamiento, entre planteamientos que practican la reflexión económico-ambiental desde enfoques y disciplinas diferentes. Lo cual se explica porque tras la fachada de la racionalidad científica, se esconde el conflicto soterrado entre ideologías y valores preconcebidos, que utilizan el discurso científico como arma arrojadiza. Al entrecruzarse el conflicto entre ecología y economía, dos disciplinas que se pretenden científicas, con otros conflictos, problemas y contradicciones propios de la civilización industrial. El verbalismo y los escasos frutos racionales del ya prolongado debate económico-ambiental así lo atestiguan, mostrando que la discusión no gira sólo

en torno a meras cuestiones de racionalidad científica ligada a la gestión.

El hecho de que las polémicas ideológicas tiendan a desplazarse hacia campos científicos se explica porque el halo y la veneración que genera todo lo que se dice científico, hace olvidar que las ciencias, y muy en particular las ciencias sociales, hunden sus raíces en la ideología: el hecho de que las elaboraciones de la ciência normal acostumbren a mantener sus premisas al resguardo de toda crítica constituye al decir de Popper “el principal bastión del irracionalismo de nuestra época” (Popper, K.,1970). En mi libro La economía en evolución (1987, reed. 1996) creo haber demostrado que la ciencia económica constituye un buen ejemplo en este sentido, al generar evidencias domesticadas que mantienen sus fundamentos al margen de toda posible impugnación desde dentro del propio sistema de pensamiento: el conflicto con otras evidencias exteriores al mismo (problemas ambientales, sociales, etc.) es el que verdaderamente puede llegar a debilitar su respaldo. Sin embargo, tan habituados estamos a magnificar la función racionalizadora de la economía que solemos perder de

vista la importancia que cobra su función ideológica.

En otra ocasión había invitado a reflexionar sobre la función mixtificadora de la economía, por contraposición a la exclusiva función racionalizadora que comunmente se le atribuye. Pensé que “a fuerza de presentarse (la economía) como rama del saber científico, orientada a racionalizar la gestión sopesando con cordura las posibilidades de “asignar medios siempre escasos al logro de fines alternativos”, nos hemos ido creyendo que ésta es su única función y que si no lograba bien su meta era por las dificultades que surgía en el mundo real a la hora de aplicar sus modelos. Pero, ¿y si la principal función de la economía estándar no fuera esa? ¿Y si sus elaboraciones, en principio bienintencionadas, estuvieran sirviendo más para ocultar, que para racionalizar, los principales problemas que la gestión plantea en las sociedades de nuestro tiempo? ¿Y si su racionalismo fuera cada vez más huero y alejado de los principales conflictos del presente y sirviera para desviar la atención sobre ellos y para divulgar una ideología conservadora del statu quo que los genera? ¿Y si hiciera implícitamente las veces de apologética de ese poder crecientemente económico que gobierna cada vez más en el mundo?” (Naredo, J.M., 1998). ¿Y si, en el tema que ahora nos ocupa, su principal función no fuera tanto estudiar y paliar los daños ambientales y los conflictos sociales, como ayudarnos a convivir con ellos asumiéndolos como algo normal e incluso racional? Sin duda esta función mixtificadora

difícilmente puede sostenerse en el tiempo si no va apoyada en alguna medida por aquella otra racionalizadora de la gestión, que justifica formalmente la razón de ser de la economía como disciplina. Por lo que hay que estar atentos a la forma en la que se articulan una y otra función, si queremos hacer un diagnóstico ajustado de la forma en la que ha evolucionado y previsiblemente evolucione el conflicto entre economía y ecología y, por ende, el papel de la economía ecológica. En lo que sigue pasaremos revista a la forma en la que el paradigma ecológico y el económico han coevolucionado a lo largo de los últimos treinta años, dando lugar a las relaciones más o menos conflictivas entre economía ambiental y economía ecológica y haciendo de la sostenibilidad un lugar de síntesis virtual entre ambas, particularmente respetuoso de los fundamentos de la economía ordinaria.

II.- Hacia una reconciliación virtual entre economía y ecología: el

nuevo desarrollismo ecológico.

- El avance de la conciencia ecologista (1970-1980)

En la década de los setenta de este siglo que está tocando a su fin, las preocupaciones ecológicas o ambientales cobraron una fuerza hasta entonces desconocida. No solo se extendieron a la opinión pública, sino que ampliaron su campo de reflexión desde lo local hacia lo global, enjuiciando a este nivel las perspectivas de futuro que ofrecía el comportamiento de la civilización industrial. Desde entonces la temática ecológico-ambiental ha ido ganando terreno en el mundo académico, en el administrativo y en el de los medios de difusión, en consonancia con la mayor sensibilidad de la población. Por otra parte, además de ganar fuerza y extensión, las preocupaciones ecológico-ambientales se han desplazado hacia aspectos más pragmáticos y relacionados con la gestión económica, obligando a las administraciones con competencias en este campo a responder sobre el tema. Así, organismos como el Banco Mundial, la OCDE o incluso el FMI se ocupan de la problemática ambiental em publicaciones y líneas de trabajo.

Sin embargo, pese al aumento masivo de departamentos, de técnicos y de publicaciones relacionados con el tema, no se ha conseguido, hasta el momento, enderezar la situación global: la extracción de recursos y la emisión de residuos per capita sigue aumentando a escala planetaria ofreciendo de hecho un horizonte de deterioro ecológico bastante más sombrío del que se vislumbraba hace treinta años.

Las tres décadas transcurridas desde que se planteó la incompatibilidad de las tendencias actuales con la salud del medio ambiente planetario, parecen suficientes para pensar si los planteamientos y los medios utilizados apuntan de verdad a cambiar dichas tendencias o, por el contrario, están ayudando a apuntalarlas. La situación nos recuerda el presagio del libro de Andreski (1975) que presentaba a Las ciências sociales (como): la brujería de los tiempos modernos, con lo que se explicaba que la multiplicación de profesionales trabajando sobre los males que aquejan a la sociedad, no tiene por qué traducirse en la solución o mejora efectiva de los mismos. En lo que sigue veremos hasta qué punto la “sobredosis” de literatura y de técnicos ambientales a la que asistimos, está contribuyendo más a mantener que a reconvertir los modos de gestión económica que acarrean los problemas ecológicos globales de nuestro tiempo. Lo cual plantea un conflicto cada vez más acusado entre la creciente sensibilidad de la población hacia los daños ecológico-ambientales que origina la actual civilización y la falta de planteamientos y acuerdos capaces de ponerles coto.

La mejor manera de aclarar estos aspectos pasa por analizar conjuntamente la transformación del discurso ecologista y la evolución del comportamiento de la civilización industrial, durante los últimos treinta años. Para ello cuento con la experiencia que me brinda la edad, al haberme permitido vivir de cerca los principales acontecimientos que marcaron los cambios en la forma de abordar los problemas ecológico-ambientales durante ese período. La cronología adjunta puede servir de apoyo a esta reflexión.

Cronología de las principales sucesos y conferencias internacionales relacionados con la conciencia ecológica de la población

1948 Creación de la International Union for the Conservation of Nature (IUCN).

1955 Simposio sobre Man’s role in changing the face of the Earth, Princeton (USA).

Conferencia de los Países no alineados, Bandung (con la asistencia de Chu-En- Laï, Ho-Chi-Minh, Nasser, Neheru, Sukarno, entre otros).

1960-70 Publicación de libros de impacto como los de: R.Carson, Silent Spring (1963), K.Boulding, The Economics of the Coming Spaceship Earth (1966), o P. Ehrlich, The Population Bomb (1968).

1971 Publicación del Iº Informe Meadows, The Limits of the Growth, Club de Roma.

Creación del Programa Man and Biosphere (MaB) de la UNESCO.

1972 Conferencia de Naciones Unidas sobre El Medio Humano, Estocolmo (Suecia).

Creación del Programa de Naciones Unidas sobre Medio Ambiente (PNUMA).

1973 Primera “crisis energética”.

1976 Primera Conferencia de Naciones Unidas sobre Asentamientos Humanos

(HABITAT-I), Vancouver (Canadá).

1979 Segunda “crisis energética”.

1980 Creación del Programa Ecoville de la Federación Internacional de Institutos de

Estudios Avanzados (IFUAS).

1970-80 Publicación de numerosos libros de impacto como: H.T.Odum, Environment, Power and Society (1971), B.Commoner, The Closing Circle (1972), E.F.Schumacher, Small is Beautiful (1973), H.T. y E.C.Odum, Energy Basis for Man and Nature (1976), A.Lovins, Soft Energy Paths (1977), B.Commoner, The Poverty of Power (1979), G.E.Barney (dir.) (1981) The Global 2000. Report to the President.

1980-99 Abaratamiento del petroleo y de las materias primas en general. Decaen las publicaciones sobre el manejo de la energía y los materiales en la civilización industrial y aumenta la literatura sobre instrumentos económicos para la gestión de residuos y valoración de externalidades a fin de incluir temas ambientales en el razonamiento económico estándar.

1987 Publicación del Informe Brundtland de la Comisión Mundial del Medio Ambiente y del Desarrollo: Our Common Future.

1988 Final de la “guerra fría”.

1991 Publicación del Libro Verde sobre el medio ambiente urbano de la Comisión Europea.

1992 Publicación del II Informe Meadows del Club de Roma, Beyond the Limits. Conferencia de Naciones Unidas sobre Medio Ambiente (UNCED), Río de Janeiro (Brasil). Tratado de Maastricht y V Programa de Acción sobre Medio Ambiente de la Unión Europea (UE).

1993 Publicación del Libro Blanco Crecimiento, productividad y empleo, de la UE. Creación del Proyecto Ciudades Europeas Sostenibles.

1994 Aparecen las Agendas de Desarrollo Local.

1996 Segunda Conferencia de Naciones Unidas sobre Asentamientos Humanos (Habitat-II), Estambul (Turquía).

1998 Conferencia de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, Kyoto (Japón).

El avance de la conciencia ecologista de los setenta no solo fue fruto de los acontecimientos que comentaremos seguidamente, sino también de la labor preparatoria de la opinión ejercida con anterioridad por algunas publicaciones importantes (véanse, por ejemplo, los libros mencionados en el esquema). Sobre este terreno abonado, se añadieron, a principios de los setenta, unos años densos em acontecimientos que, además movilizar el pensamiento en medios académicos, tuvieron honda repercusión sobre la opinión pública. La publicación en 1971 del I Informe Meadows, del Club de Roma, sobre “Los límites al crecimiento”, puso contra las cuerdas a la meta habitual del “crecimiento económico”, que ocupaba un lugar central en el discurso dominante. Este Informe subrayaba la evidente inviabilidad del crecimiento permanente de la población y sus consumos: el crecimiento continuado (y por lo tanto exponencial) solo podía darse de modo transitorio en el mundo físico no hace falta más que coger un lápiz y un papel para estimar el horizonte absurdo hacia el que apuntaría en el mundo físico cualquier crecimiento permanente.

Como señalaba el libro de Ehrlich, La bomba “P” (1968), citado en la cronología, “si el crecimiento demográfico continuara [a la tasa actual] durante novecientos años, habría

alrededor de 120 personas por metro cuadrado en toda la superficie del Planeta, incluidos mares y océanos”. O también, si la especie humana hubiera crecido al 1 % anual desde que apareció la agricultura, hace unos diez mil años, la población mundial “formaría hoy un inmensa esfera de carne viviente con un diámetro de muchos miles de años luz, que seguiría expandiéndose con una velocidad radial que, sin tener en cuenta la relatividad, sería muchas veces mayor que la de la luz” (Putnam, P.C., 1950).

Dicho de forma más sencilla, si la humanidad siguiera creciendo a una tasa cercana al 2% anual, en menos de dos milenios alcanzaría una masa similar a la del planeta Tierra, y si prosiguiera a ese ritmo, en unos pocos milenios más, su masa se aproximaría a la estimada para el conjunto del universo (Asimov, I., 1980). Si, como viene ocurriendo, esta población se asocia al manejo de cantidades crecientes per capita de recursos y residuos, el absurdo se alcanzaría en plazos mucho más cortos (Hubbert, M.K., 1974), tal y como estimó el Informe del Club de Roma al que nos estamos refiriendo. Todo lo cual vino a evidenciar con una claridad meridiana la grave irracionalidad que supone toda esa mitología del crecimiento económico, que cifra la salvación de la humanidad en el continuo aumento de los “bienes y servicios” obtenidos y consumidos (acompañado de una creciente extracción de recursos y emisión de residuos). Mitología curiosa2 que se construyó, junto con la ciencia económica establecida, sobre aquella otra mitología de la “producción”3, que subraya solo la parte positiva del proceso económico (las ganancias de dinero y utilidad), cerrando los ojos a los daños sociales y ambientales que origina. No es un mero accidente que la idea de “producción” pasara a ocupar un lugar central en la moderna ciencia económica, justo cuando la civilización industrial alejó por primera vez a la especie humana de las verdaderas producciones de la fotosíntesis, para apoyar su intendencia sobre la mera extracción o sobrexplotación de riquezas naturales preexistentes, llevando incluso las producciones de la fotosíntesis hacia el deterioro progresivo de los bienes fondo que las sustentan. Así, el término “producción” se acuñó y popularizó como parte del discurso económico dominante, para encubrir el doble daño ambiental que acarrea el comportamiento de la civilización industrial, por extracción de recursos y emisión de residuos.

Subrayemos que el irracionalismo que comportaba la meta generalizada del crecimiento permanente, no era un nuevo descubrimiento de los informes y publicaciones mencionados. El mismo Gandhi, cuando los periodistas le preguntaron tras la independencia de la India si el nuevo país trataría de lograr el nivel de vida británico, respondió: “si el Reino Unido ha necesitado expoliar medio planeta para conseguirlo ¿cuántos planetas necesitaría la India?”. O, incluso antes, como ya hemos indicado, los llamados “economistas clásicos”, estimaban hace más de un siglo que el crecimiento económico apuntaría irremisiblemente hacia un horizonte de “estado estacionario”, habida cuenta que la tierra disponible no estaba sujeta a crecimiento.

Hubo que esperar a que los “economistas neoclásicos” de finales del siglo XIX y principios del XX, dieran una nueva vuelta de tuerca a la función mixtificadora de la ciencia económica: ya vimos que estos autores desterraron la idea del “estado estacionario”, a base de postular que la Tierra, con todos sus recursos, podía ser sustituida siempre sin problemas por una entidad abstracta llamada capital, presentando a éste como el factor limitativo último y cerrando así el discurso económico en mero campo de los valores pecuniarios o de cambio, sin necesidad de incómodas conexiones con el mundo físico. La osadía del I Informe Meadows sobre “Los límites al crecimiento” consistió en recordar esta olvidada conexión. Tras lo cual tuvo que producirse otra nueva y reforzada campaña de imagen para alejar, una vez más, la idea de límite y seguir sosteniendo la fe en la meta universal del crecimiento económico como solución a los problemas del mundo actual, escondiendo la irracionalidad o el cinismo crecientes que impregnan la divulgación de este mensaje.

Pero veamos otros acontecimientos que se añadieron a la aparición del dicho informe, contribuyendo a movilizar la opinión pública y la reflexión académica sobre los problemas ecológicos que origina el comportamiento de la actual civilización durante la

década de los setenta.

A la publicación del mencionado informe del Club de Roma, se añadieron otros acontecimientos relevantes ocurridos en los primeros años setenta. Destacan, entre ellos: la puesta en marcha del Programa Man and Biosphere (MaB) de la UNESCO, que

trataba de asociar la conservación a la gestión económica y a la reducción de la pobreza que aquejaba a buena parte de la humanidad; la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano, realizada en Estocolmo, que subrayó la necesidad de modificar las tendencias al deterioro ecológico global y promovió el lanzamiento del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA); y, sobre todo, la primera crisis energética de 1973 que, al penalizar el uso del petróleo, indujo a reconsiderar los patrones de vida y de comportamiento de la civilización industrial. En la segunda mitad de los setenta, la Primera Conferencia de Naciones sobre los Asentamientos Humanos (Habitat I), en Vancouver, en 1976, y la “segunda crisis energética” de 1979 mantuvieron el tono de las precupaciones enunciadas. Estos acontecimientos se alimentaron mutuamente con la aparición de numerosos libros de impacto, como los citados en la cronología. El informe encargado por el único presidente de los Estados Unidos con preocupaciones ecológicas, el presidente Carter, y dirigido por Gerald O. Barney, The Global 2000 (Barney, G.E., 1981) constituye un buen colofón a las preocupaciones y enfoques de los setenta: este sesudo informe coteja las previsiones de sus modelos con cinco estudios globales anteriormente realizados (los modelos Mundo 2 y 3, usados en la preparación del Informe Limits to the growth, para el Club de Roma, el Modelo de relaciones Agrícolas Internacionales, el modelo Mundial Latinoamericano y el Modelo Mundial de la Academia Nacional de Ciencias de los EE. UU.) concluyendo que “los hallazgos principales del estudio Global 2000 coinciden, en términos generales, con los de los otros cinco estudios mundiales, a pesar de sus considerables diferencias en cuanto a modelos y suposiciones...”, aunque presenta un horizonte todavía más sombrío en algunos aspectos (p.e.: desforestación, deterioro de suelos y posible aumento de la desnutrición, las enfermedades y los conflictos). Por ello advierte que “se está agotando el tiempo de hacer algo a fin de evitar esta situación. A menos que las naciones adopten medidas audaces e imaginativas, tendentes a mejorar las condiciones sociales y económicas, reducir la fecundidad, asegurar un mejor aprovechamiento de los recursos y proteger el ambiente, el mundo deberá prepararse para un penoso advenimiento del siglo XXI”(Ibidem. pp.90-91).

- El nuevo “desarrollismo ecológico” y el “lavado verde” de la economía

(1980-1999)

En la cronología presentada se subraya, con una doble línea horizontal, el cambio de tono que acusó en el discurso “ambientalista” durante los años ochenta y noventa. Durante la década de los ochenta, el abaratamiento del petróleo y las materias primas en general hicieron, junto al oportuno lavado de imagen, que se olvidaran las anteriores advertencias tildadas de “catastrofistas” y se abrazara de nuevo sin reservas la fe en la salvación por el crecimiento económico, envolviéndolo, eso si, con el término más ambiguo “desarrollo” y aderezándolo con el adjetivo “sostenible”. El aumento de la renta y del requerimiento total per capita de materiales, de energía y de residuos prosiguió así en los países ricos, ampliando sus diferencias con el resto del mundo, acentuadas ahora por la crisis del antiguo bloque del Este, com la diferencia de que la proliferación antes mencionada de especialistas, organizaciones y declaraciones ecológico-ambientales, cerraban los ojos hacia tal estado de cosas: no se promovían ni las estadísticas ni los estudios necesarios para establecer el seguimiento de estos temas. A la vez, se producía una inflación de textos sobre la aplicación de “instrumentos económicos” a la gestión de residuos (el principal problema de los países ricos), a los estudios de impacto y a la valoración de “externalidades”, orientada a facilitar el tratamiento de los temas ambientales desde el enfoque económico ordinario, y a las numerosas invocaciones al “desarrollo sostenible”. La misma presentación del II Informe Meadows (1991), Beyond the Limits, encargado también por el Club de Roma para enjuiciar los dos decenios transcurridos desde el primer Informe, testimonia el nuevo contexto ideológico mucho más conformista. Cuando la información recabada en el II Informe atestigua que el deterioro planetario y las perspectivas de enderezarlo son bastante peores que hace veinte años, los autores, para evitar que se les tildara de catastrofistas, se sintieron obligados a escudarse en la confusa distinción entre crecimiento y desarrollo para advertir que “pese a haber límites al crecimiento, no tiene por qué haberlos para el desarrollo” y, por si fuera poco, a encargar el prólogo a Jan Timbergen, economista galardonado con el premio Nobel por sus trabajos sobre el desarrollo económico, para que se subraye que el libro es útil, porque “clarifica las condiciones bajo las cuales e crecimiento sostenido34, un medio ambiente limpio e ingresos equitativos pueden ser organizados” (Meadows, D.H. y D.L., 1991). Se trata, en suma de oscurecer el hecho de que si por desarrollo se entiende algo que entraña “una aceleración sostenida por una fuerza constante, es seguro que no puede ser viable. Por tanto, la frase desarrollo sostenible sería lo que los anglosajones denominan un oximoron, o combinación de términos contradictorios o incongruentes...” (Margalef, R., 1996). Com lo cual los propios autores acabaron empañando, en su segundo informe, el mensaje más claro y contundente del primero.

La publicación del Informe Brundtland, Our Common Future, en 1987, proponiendo la meta del “desarrollo sostenible”5, constituyó una etapa importante en el cambio de tono antes apuntado. Interesa reflexionar sobre las razones que acompañaron a la excelente acogida de ese término, que desbancó rápidamente a otros parecidos, como el de “ecodesarrollo”(Ignacy Sachs) o el de “co-desarrollo” (R.B.Norgaard), que se habían empleando con anterioridad. En otra ocasión (Naredo, J.M., 1996) vimos que no fue tanto su novedad56 como su controlada dosis de ambigüedad la que explica el éxito de este término: permitió contentar a todo el mundo siendo un precioso regalo para los políticos, que pasaron a enarbolarlo com profusión, sin preocuparse de aclarar su contenido. En efecto, el manejo de este término permitió tender un puente virtual en la brecha que se abrió en 1971 entre “desarrollistas” y “conservacionistas”. La meta del “desarrollo sostenible” tenía ahora la virtud de satisfacer ambos puntos de vista. Los economistas estaban habituados desde hace tiempo a proponer el objetivo del “desarrollo sostenido” (sustained67), entendiendo por tal un desarrollo que no se viera alterado por desequilibrios y crisis, y no tuvieron problema alguno en sustituir ese término por el de “sostenible” (sustainable) sin modificar sustancialmente sus puntos de vista. Por otro lado, los conservacionistas veían en el calificativo “sostenible” la promesa explícita de conservar el patrimonio natural, pensando así que sus reivindicaciones habían sido atendidas.

Así las cosas, la idea ambigua y contradictoria del “desarrollo sostenible” se empezó a invocar a modo de mantra o jaculatoria repetida, una y otra vez, en todos los informes y declaraciones. Pero esta repetición no sirvió ni siquiera para modificar en los países ricos las tendencias al aumento en el requerimiento total de recursos y residuos per capita que, como veremos, se siguen observando (Naredo, J.M. y A. Valero (dirs) 1999). Para lo que si ha servido la contínua invocación al “desarrollo sostenible” ha sido para sostener el mito puro y duro del crecimiento económico, que se había tambaleado con las críticas de los setenta, y para tranquilizar a la población, dando a entender que sus reivindicaciones ecológico-ambientales estaban siendo tenidas en cuenta. Mientras tanto el crecimiento económico se ha seguido midiendo exactamente igual que antes de que fuera impugnado a principios de los setenta: por el simple aumento del agregado de Producto o Renta Nacional.

En suma, resulta mucho más fácil y barato para políticos y empresários responder a la mayor sensibilidad “ambiental” de la población invirtiendo en imagen verde (Greer, J. y K. Bruno, 1996)8, que reconvirtiendo desde la raíz el modo de actuar y las instalaciones de la sociedad industrial. Se trata, por lo tanto, de alejar los problemas de la vista de la población y de presentar las entidades, los procesos y los productos como respetuosos con el medio ambiente. Para lo cual se emplean, además del adjetivo sostenible, otros muchos tendientes a ofrecer con envolturas verdes, ecológicas, naturales,... o ambientales, productos, empresas o proyectos. Así, han

llegado a aparecer hasta automóviles y rascacielos “ecológicos”. La mejor manera de

paliar estas políticas de imagen verde, que amenazan con asimilar y banalizar totalmente las críticas de fondo que desde los setenta se venían formulado sobre la civilización industrial, es utilizar los adjetivos aplicados como verdaderos detectores de conflictos o problemas no resueltos. En efecto, cuando se habla del desarrollo sostenible, es porque se presupone implícitamente que el desarrollo económico ordinario se muestra insostenible. Lo mismo que hablar de economía ambiental presupone recordar que la economía ordinaria hace abstracción del medio ambiente; de economía ecológica, que la economía ordinaria está enfrentada a la ecología; de arquitectura bioclimática, que la arquitectura corriente hace caso omiso del clima, de la orientación, etc., etc.

Además de los cambios indicados en los objetivos, en los sujetos y en los instrumentos, se acusa también una pérdida en la visión integral de los problemas, a la

vez que se habla de la necesidad de superar los enfoques sectoriales o parciales89. Por ejemplo, en Estocolmo se relacionaba la explotación de los recursos con el deterioro ambiental, sin embargo, en Río, se habla solo de paliar este último, olvidando tan elemental relación. El pragmatismo reinante busca así atajos que se revelan inoperantes, con tal de soslayar el funcionamiento completo de los sistemas y las responsabilidades que del mismo se desprenden. Se reforzó así, en los últimos tiempos, una esquizofrenia digna de mención: mucha preocupación por penalizar los residuos y por buscar instrumentos económicos para paliar los “daños ambientales” y mucha despreocupación ante el bajo precio de los recursos y por el funcionamiento integrado de los procesos físicos, monetarios y financieros cuya expansión genera dichos daños.

Otra curiosa muestra de tal pragmatismo parcelario es la que se plasma en hacer de la contaminación atmosférica y el cambio climático el centro de las preocupaciones ambientales. Así, curiosamente, la preocupación por “La incidencia del hombre en la faz de la Tierra”, tratada en la reunión de Princeton en 1955 (ver cronología) pasó a mejor vida, desviando ahora la atención hacia su incidencia sobre “el clima”, como lo atestigua la reciente reunión de Kyoto. Es decir, se soslaya la causa, más fácilmente medible (en la era de los satélites) y controlable, para preocuparse por los efectos, más o menos inciertos, de la cada vez más masiva extracción de recursos de la faz de la Tierra (combustibles fósiles, madera,...) y emisión de residuos, pues, recordemos que los residuos salen de los recursos. Así, del triángulo con el que se representa en los libros de ecología la relación entre clima, suelo y vegetación, se pretende controlar la evolución del primero, difícilmente manipulable, mientras se cierran los ojos a las intervenciones que diariamente se producen sobre el suelo y la vegetación. Ciertamente, el hecho de que el grueso de las extracciones se haya ido desplazando hacia territorios alejados a las metrópolis del Norte, mientras que éstas concentran el uso y la contaminación derivados de tales extracciones y se verían también afectadas por el cambio climático, explica la mayor preocupación de los países del Norte hacia este último y su desatención hacia las causas extractivas que lo originan.

En suma, que los principios económicos y los intereses de los países del Norte dominan hoy el discurso ecológico, encomendándole la imposible tarea de conciliar el desarrollo económico y la conservación del medio ambiente. Se realizan con este fin los esfuerzos más extravagantes orientados a desarrollar hasta límites surrealistas un instrumentalismo parcelario tendente a paliar los efectos, a la vez que se ignoran las causas. Se sigue tratando el “medio ambiente” como un área más a incluir, junto a las otras, en las administraciones o en los manuales al uso, induciendo a ocuparse de los residuos, pero no de los recursos, del clima, pero no del territorio, de la valoración monetaria, pero no de la información física subyacente,... Se sigue postulando como por inercia, el objetivo enunciado en la “cumbre” de Río, de conciliar el logro de un “desarrollo económico (productividad), con la justicia social distributiva (equidad) y la conservación del medio ambiente (respeto al medio natural)”, cuando de hecho resulta

cada vez más evidente que el sistema socioeconómico imperante en el mundo promueve el primer objetivo a costa del deterioro de los otros dos.

- Los cambios en el panorama político internacional y el triunfo del “pensamiento único”

No podemos terminar este apartado sobre el contexto en el que se sitúa el cambio de tono observado en el discurso ecológico, sin hacer referencia al colapso de los llamados regímenes socialistas del Este europeo, y el fin de la “guerra fría” en 1989, que eliminaron el antiguo bipolarismo político, haciéndose hegemónico el poder del único polo superviviente. Con ello el “Tercer Mundo” perdió su existencia como tal, para integrarse mayoritariamente entre los pobres y dominados que se anteponían a los ricos y poderosos en un mundo cada vez más escindido, aunque cada vez más colonizado por un “pensamiento único”10. La en otro tiempo vigorosa voz de los “países

no alineados” del Tercer Mundo, perdió la relativa libertad que le otorgaba el antiguo bipolarismo y se fue apagando paulatinamente. La Conferencia de Bandung, celebrada en 1955 por estos países, con la asistencia de personalidades tan relevantes como Chu En Lai, Ho Chi Minh, Nasser, Nehru (todavía impregnado del espíritu de Gandhi),... o Sukarno dan buena cuenta de ello. A estos se añadieron otros líderes de los “movimientos de liberación nacional” como Fidel Castro, Lumumba y Ben Bella, correspondiendo a este último hacer las veces de anfitrión de un nuevo encuentro similar al de Bandung, que no tuvo lugar al ser previamente derrocado. La “liberación de los pueblos”, que parecía entonces imparable, se fue atemperando, a la vez que las reglas del juego económico impuestas en el mundo volvieron las aguas a su cauce, llevando de nuevo a estos países al redil de la dependencia, con la colaboración de sus propios líderes. Estamos así en presencia de un único mundo cada vez más polarizado económica y socialemente, en el que el mantenimiento del orden exige la doble presión militar y humanitaria de los países ricos. Doble presión que ha culminado con la aparición incluso de “guerras humanitarias”, como la que arrasó la antigua Yugoslavia, haciéndola candidata a nuevas ayudas. Y la escisión del mundo no solo se traduce en la brecha Norte-Sur, sino que se reproduce con fuerza en los propios países del Norte, con bolsas de marginación y de pobreza cada vez más nutridas: no en vano la esperanza de vida en los barrios marginados de Nueva York se sitúa por debajo de la de Bangla Desh111.

La principal diferencia que separa la situación actual de la de hace cuarenta años estriba en que en Bandung los países del Tercer Mundo tenían, o más bien creían tener, proyectos de futuro, mientras que en Río y Estambul, las cuatro quintas partes de la humanidad se han convertido en simples náufragos de la competitividad que, castigados sin apelación por el mercado, no tienen más proyecto que el de solicitar ineversiones, ayudas y comisiones de las empresas que generan las contradicciones y de la nueva beneficencia que ayuda a paliarlas sin impugnar las reglas del juego que las originan, todo ello con la aquiescencia y el disfrute de políticos y empresarios autóctonos. Esta pérdida de proyectos para construir su propio futuro resulta de su incapacidad para desengancharse del sistema, al aceptar acríticamente las mismas metas e instrumentos que aparentemente había seguido el Norte, cerrando los ojos al hecho cada vez más evidente que subraya la imposibilidad de repetir de forma generalizada las experiencias del Norte. Resulta cada vez más deshonesto mantener esta ilusión cuando la industrialización ha situado a los países ricos en una situación privilegiada generalmente irrepetible, haciendo de ella un bien “posicional” (Altvater, E., 1994) que les permite mantener sus patrones de vida, en franca expansión, com cargo al resto del mundo: la atracción de capitales y recursos ejercida por el Norte se sostiene cada vez más con cargo a las áreas de apropiación y vertido del Sur y, em suma, el actual modelo el bienestar del Norte se apoya (en) y origina (el) malestar del Sur. Lo que no quita para encontrar también en el Sur responsabilidades e intereses que explican el mantenimiento de esta situación.

El fracaso de las “teorías del desarrollo” para erradicar la pobreza en el mundo debería abrir los ojos al hecho de que ese “desarrollo” no ha intervenido mejorando de entrada las condiciones de vida de las sociedades “periféricas” al capitalismo, sino provocando su crisis, sin garantizar alternativas solventes para la mayoría de la población implicada y originando, en ocasiones, situaciones de penuria y desarraigo mayores de las que se pretendían corregir ab initio. Desde esta perspectiva “podemos imaginar –con Ivan Illich-- al “desarrollo” como una ráfaga de viento que arranca a los pueblos de sus pies, lejos de sus espacios familiares, para situarlos sobre una elevada plataforma artificial, con una nueva estructura de vida. Para sobrevivir en este expuesto y arriesgado lugar, la gente se ve obligada a alcanzar nuevos niveles mínimos de consumo, por ejemplo, en educación formal, sanidad hospitalaria, transporte rodado, alquiler de vivienda,...”(Illich, I., 1992). Y para ello es necesario disponer de unos ingresos que el “desarrollo” escatima a la mayoría de los individuos, desatando un proceso de miserabilización sin precedentes: “al igual que la crema batida se convirte súbitamente en mantequilla, el homo miserabilis apareció recientemente, casi de la noche a la mañana, a partir de una mutación del homo economicus, el protagonista de la escasez. La generación que siguió a la Segunda Guerra Mundial fue testigo de este cambio de estado en la naturaleza humana desde el hombre común al hombre necesitado (needy man). Mas de la mitad de los indivíduos humanos nacieron en esta época y pertenecen a esta nueva clase...” (Ibidem.).

La misma idea del progreso, que había contribuido tanto a magnificar los logros del capitalismo frente a las sociedades anteriores, fue una herencia envenenada que abrazaron ingenuamente, con renovado ahínco, los críticos de este sistema con la vana pretensión de impugnarlo desde ella. Se cerraron así los ojos a los factores regresivos del sistema y a la necesidad de conservar en la sociedad y en la naturaleza la diversidad que tanto la monarquía absoluta, como el advenimiento del Estado moderno y el capitalismo se habían encargado ya de simplificar, pero no tan drásticamente. El enfrentamiento entre conservadores y progresistas, derivado de los pasados conflictos entre capitalismo y Antiguo Régimen, se arrastra todavía originando un confusionismo del que aún somos víctimas. La aceptación igualmente acrítica del desarrollo económico industrialista como instrumento de modernidad y de progreso, constituye otro paso ideológico en falso por parte de los críticos, al que siguen aferrados por inercia los representantes del antiguo “Tercer mundo” (y, por manifiesto interés, los del “Primer mundo”).

La crisis de la antigua Unión Soviética y de los otros países vinculados a ella, evidencia hasta qué punto el desarrollo industrialista es un fenómeno obsoleto que no cabe identificar ya con la modernidad y el progreso, como también se revela obsoleto identificar el aumento de la “producción material” (y de la destrucción que esta conlleva) tanto con el progreso en general, como con el aumento de renta y la riqueza pecuniaria, en particular. Ningún proyecto, por muy maquiavélico que fuera, de defensa del capitalismo como sistema, habría podido igualar los beneficios que para el mismo trajo el proyecto “socialista” desarrollado y liquidado en la Unión Soviética. Tras haber presentado al “socialismo soviético” como proyecto de sociedad alternativa, el nuevo proyecto se empeñó en perseguir, con graves daños sociales y ambientales, las mismas metas desarrollistas que el capitalismo había propuesto. Como es sabido, el modelo soviético se reveló menos eficaz que el capitalismo en el logro de estos fines y acabó colapsando. Con lo que el fracaso del proyecto soviético se ofreció como prueba de la inexistencia de alternativas al capitalismo, cuando lo que de verdad demostró es que no cabe construir sociedades que se pretendan alternativas al capitalismo siguiendo las mismas metas y la misma senda del desarrollo económico que este sistema había propuesto. O también, que mientras se mantenga la fe en las promesas del discurso económico dominante como única llave de progreso (con toda la mitologia de la salvación por el crecimiento y la competitividad, ahora tildadas de “sostenibles y solidarias”) se estará cortando cualquier posibilidad alternativa: el “pensamiento único” señala así, lógicamente, el “fin de la historia” y de “las (otras) ideologías”. En lo que sigue trataremos de subrayar la función mixtificadora de este discurso, mostrando cómo funciona el modelo capitalista de carne y hueso en el mundo, arrastrándolo hacia

el deterioro ecológico y la polarización social.

III.- Perspectivas de la economía ecológica: los temas tabú del pensamiento económico dominante.

Contexto: la ciencia económica se convierte en pieza clave de la ideologia justificadora del statu quo capitalista en el que ha desembocado la civilización industrial

Desde Platón y Aristóteles se ha venido pensando que las personas son capaces de mejorar la sociedad en la que viven y que el conocimiento racional (científico) brindaría el punto de apoyo necesario para orientar el cambio social. De ahí surgió la tradicional visión “iluminista” y “progresiva” de la ciencia como un todo, que ensalza sus funciones liberadoras cerrando los ojos hacia aquellas otras tal vez útiles para los poderes establecidos (Estado, empresas,...) pero poco recomendables para el conjunto social. Sin embargo hoy la economía, esa “reina de las ciencias sociales”, ha invertido la situación: de campeona del progreso y el cambio social frente el antiguo régimen, la economía se ha convertido en celosa conservadora del statu quo capitalista. Tras la hegemonía de este sistema en el mundo, hemos asistido a la extensión de un discurso económico reduccionista que aniquila la posibilidad de reconsiderar las metas de la sociedad y, por lo tanto, de cambiarla, haciendo que incluso la política sea tributaria de

ese discurso socialmente inmovilista. La reflexión económica estándar se sitúa así en un campo meramente instrumental, sujeto al ciego instinto de promoción competitiva y

al desatado mecanismo del crecimiento económico, cerrando los ojos a los daños sociales y ambientales que tal modelo ocasiona o ayudando a asumirlos como algo normal o inevitable. Con lo cual en nombre de una racionalidad económica parcelaria se está apuntalando un modelo de sociedad que se revela cada vez más irracional en su conjunto, al generar conflictos ecológicos y sociales que la hacen evolucionar hacia un horizonte globalmente inviable y generalmente indeseable.

A la vista de lo anterior hemos de desbrozar las funciones ambivalentes que desempeña el pensamiento económico, con sus corrientes de economía ambiental y ecológica, y sopesar su evolución futura. Para ello hay tener presente que la controversia ideológica se reviste hoy de apariencias científicas, siendo un buen exponente de ello el enfrentamiento entre ecología y economía estándar, que se acabó reflejando en aquel otro que se observa entre economía ecológica y economía ambiental, dentro ya del mundo académico de los economistas. Hay que preguntarse en qué medida estas corrientes están contribuyendo a perpetuar el sistema económico que se apoya en un comportamiento ecológico depredador, o a reconvertirlo hacia modelos más respetuosos de su entorno físico. Esta pregunta se puede aclarar viendo en qué medida las corrientes mencionadas apuntan de hecho a desmitificar o a seguir ocultando una serie de temas tabú que cierran el paso a la reconsideración de las metas sociales e individuales llamadas a orientar y promover el cambio social y a replantear la gestión económica ordinaria.
-Los temas tabú del pensamiento económico dominante

La civilización industrial se ha construido sobre la fe en la irrefrenable marcha hacia el Progreso, que se supone ocurre con el simple apoyo de la ciencia, la técnica y el trabajo, siendo la mitología de la producción y el crecimiento la encargada de perpetuar un cálculo económico sesgado justificatorio de dicho progreso. Pero, como subrayé en mi libro La economía en evolución (1987, 2ª Ed. 1996), los afanes de lograr el incesante crecimiento de la producción como fuente inequívoca de progreso (y felicidad) serían incomprensibles si no se ligaran al afianzamiento de una noción unificada y cuantificable de riqueza (expresable en unidades monetarias) que magnifica la finalidad utilitaria de la acumulación y el consumo de bienes y servicios.

Desde esta perspectiva la “revolución del consumo” (McCracken, G., 1990) tuvo que preceder o, al menos, acompañar a la “revolución industrial” de la producción, para posibilitar esta última y extender por todo el cuerpo social la fe en la salvación por el crecimiento (de la producción). Para ecologizar el modo de pensar económico, la economía ecológica debería, en primer lugar, contribuir a desmontar razonadamente toda esta mitología y a diversificar de nuevo la noción de riqueza, reforzando otra vez el peso de los aspectos más patrimoniales e inmobiliarios (que subrayan la importancia del patrimonio natural entre los bienes raíces). Sin embargo los vientos desarrollistas y conservaduristas de los últimos tiempos han forzado a los practicantes de la economía ecológica a contemporizar cada vez más con el aparato conceptual de la economía ordinaria, aceptando metas tan de compromiso como la del desarrollo sostenible antes mencionada, o soluciones “técnicas” como las propuestas, por el lado de la producción, en el “Factor 4” ( Von Weizsäcker, E.U., y A.B. y L.H. Lovins, 1997), sin discutir la engañosa identidad entre los aumentos del consumo y del bienestar y el recomendable crecimiento de ambos.

Pero el razonamiento económico dominante, no solo evita discutir las metas de la sociedad que se aglutinan en torno a la ideología del progreso, la producción y el crecimiento, sino también algunos de los aspectos institucionales y de los mecanismos de valoración que condicionan el comportamiento económico ordinario.

Veamos algunos de ellos.

La civilización industrial al utilizar el razonamiento monetario -que sintetiza el agregado de Renta o Producto Nacional- como guía suprema de la gestión, resalta la dimensión creadora de valor y utilidad del proceso económico, pero cierra los ojos al análisis de los deterioros que infringe en su entorno físico y social, y con ello cierra también la posibilidad de corregirlos. La economía estándar, al circunscribir su reflexión al universo de los valores monetarios, deja de lado lo que ocurre con los recursos naturales, antes de ser valorados, y con los residuos artificiales generados, que también carecen de valor. Se privilegia así el análisis de los flujos monetarios, desatendiendo la dimensión física y la incidencia patrimonial de los procesos. Estamos en presencia de un instrumental teórico que gobierna la gestión sin procesar de modo sistemático la información sobre los deterioros que dicha gestión infringe en el patrimonio natural, ya sea por extracción de recursos o por emisión de residuos; de un instrumental que registra solamente el coste de extracción y de manejo de los recursos

naturales y no el de reposición, favoreciendo así dichos deterioros; o también, de un instrumental que “ordena” el territorio en núcleos de atracción de capitales y productos

y áreas de apropiación y vertido, originando la polarización social de todos conocida que se traduce a escala planetaria en el desequilibrio Norte-Sur.

Corregir esta situación exige, en primer lugar, tener clara conciencia de ella y de los mecanismos que la originan, trascendiendo el nuevo oscurantismo de la greenwash economy a la que hicimos referencia. Y en segundo lugar, subrayar las carencias que observan las propuestas teóricas, no ya del discurso mixtificador ordinario, sino también de las corrientes más radicales12 que se agrupan en torno a la llamada economía ecológica. Considero que estas carencias giran en torno a três cuestiones fundamentales que paso a abordar a continuación. La primera de estas carencias es la que acostumbra a soslayar la principal diferencia que se observa entre el comportamiento de la biosfera y el de la sociedad industrial. El sistema biosfera se apoya en la energía solar para mover los ciclos de materiales, mediante su reutilización completa en una sucesión de procesos encadenados, de forma que todo se utiliza, no habiendo en puridad ni recursos ni residuos ni deterioro global (todo es reutilizado en un proceso posterior). Por el contrario, la civilización industrial se apoya cada vez más en la extracción (uso y deterioro) de stocks de la corteza terrestre para extraer, usar y deteriorar más materiales, parcelando los procesos de modo que cada uno de ellos requiere recursos y genera residuos (hasta en la propia agricultura se separan los cultivos, de la ganadería industrial, convirtiéndose ambos en demandantes de recursos y fuentes de residuos). De esta manera, con la creciente especialización, se multiplica la exigência de recursos y la emisión de residuos a un ritmo muy superior al de los productos obtenidos, entrando en una espiral de deterioro imposible de resolver sin cambiar el sistema que lo origina. En efecto, por mucho que la “ecología industrial” trate de mejorar la eficiencia de los procesos y reciclar o esterilizar los residuos (invirtiendo en ello más recursos y originando más residuos), el problema no tiene solución: la Tierra es un sistema cerrado en materiales y si se multiplican los procesos que toman de la Tierra recursos y los devuelven en forma de residuos, el deterioro global está asegurado a largo plazo, solo cabría discutir la contaminación o la tasa de deterioro “óptimas”, como hacen las aplicaciones de la teoría económica estándar a estos temas.

El sistema sería inviable a largo plazo. La batalla tan aireada de la “sostenibilidad” está perdida de antemano si ni siquiera se discute la posibilidad de desandar el paso tecnológico en falso que ha dado la civilización industrial, y se plantea la necesidad de reconvertir la industria humana en una sucesión concatenada de procesos que consiga una reutilización completa de los materiales, apoyándose en la energía solar, tal y como ha ejemplificado durante milenios ese paradigma de sostenibilidad que es la biosfera y, en ocasiones, los sistemas agrarios tradicionales.

La segunda carencia que debemos subrayar, es la que hace referencia al mecanismo de la valoración que ha llevado a hacer que el proceso económico no reconvierta globalmente los residuos en recursos, alejándose cada vez más del modelo de funcionamiento de la biosfera. Es el mecanismo que hace que los recursos se valoren por su mero coste de extracción, sin atender para nada a su reposición, con lo cual se prima la extracción (y deterioro) de stocks de la corteza terrestre frente a la producción renovable y la reutilización de los mismos cuyos costes habría que facturar. Nuestra investigación recientemente publicada (Naredo y Valero (dirs.) (1999)) se centra en este tema y trata de aportar el instrumental teórico necesario para llenar de forma clara y cuantitativa el mencionado vacío en lo tocante al uso de los recursos minerales que aportan el principal input en tonelaje del que se nutre la civilización actual (¡¡¡corrientemente olvidado por los “ambientalistas”!!!). No se trata de imputar sin más valores monetarios al “capital mineral” de la Tierra que habría que reponer, sino de ofrecer puntos de apoyo físicos capaces de informar dicha valoración con conocimiento de causa de los costes físicos que ocasiona su uso y dispersión.

Dificilmente cabe valorar solventemente un stock de capital físico cuando se desconoce su coste de reposición. La metodología de cálculo del coste físico de reposición de los recursos minerales propuesta, supone el primer paso para hacer que la analogía entre “capital natural” y el producido por el hombre sea, en este caso, algo más que una metáfora vacía de contenido cuantitativo concreto. La información ofrecida sobre el coste físico de reposición del stock del “capital mineral” de la Tierra, constituye también un paso necesario para orientar solventemente los instrumentos económicos que inciden sobre su valoración, teniendo en cuenta el deterioro físico ocasionado.

En efecto, la metodología propuesta permite completar los enfoques de la economía ecológica que analizan “desde la cuna hasta la tumba” el “ciclo de vida” de los productos, al razonar también “desde la tumba hasta la cuna”, considerando la posibilidad y el coste de cerrar el ciclo completo de materiales, reponiendo los recursos

naturales utilizados. Pues tal y como venían aplicándose dichos análisis tampoco alcanzaban a dar cuenta del deterioro completo que ocasiona el proceso econômico sobre el patrimonio natural, siendo necesario ampliarlos así para restablecer el circuito de información, roto por el análisis económico ordinario, sobre las implicaciones del comportamiento material de la sociedad actual. Es evidente que desarrollar un sistema de contabilidad energética global, que incluya un análisis sistemático de los costes de reposición de los recursos naturales e integre todos los productos derivados, sería un paso importante para superar el mencionado “neoscurantismo” sobre el deterioro ecológico en el que nos tiene sumidos el análisis económico estándar. Valga nuestra propuesta para incentivar tal desarrollo, cuya materialización exigiría la puesta en marcha de grupos de trabajo que permitieran unificar consensuadamente, mediante convenciones y acuerdos internacionales (como los que dieron lugar a los sistemas de Cuentas Nacionales), los presupuestos metodológicos y las reglas de aplicación de los nuevos sistemas contables. Ello exigiría una voluntad política firme de ampliar los criterios económicos que han venido orientando el funcionamiento de la sociedad industrial y una dotación de medios en consonancia, como la aportada internacionalmente al proyecto GENOMA o a otros más dotados y extravagantes. Pero estas cuestiones se salen de la agenda del “pensamiento único” y de sus desarrollos predilectos en forma de greenwash economy o de esa “ecología de “mikey-mouse”, a la que solía referirse con humor Fernando González Bernáldez.

Con todo, incluir la información sobre los “costes sombra” de reposición de los recursos naturales en el cálculo económico es condición necesaria, pero no suficiente, para alterar los mecanismos que en la sociedad actual apuntan hacia el deterioro ecológico y la polarización social crecientes. La tercera de las carencias mencionadas se refiere al análisis de estos mecanismos, que también aparece tratado en nuestra reciente investigación. En ella concluimos que el uso de los recursos naturales teniendo unicamente en cuenta el coste de extracción y no el de reposición, es sólo el primer eslabón de una asimetría creciente que relaciona la valoración monetaria y el coste físico en la cadena de procesos que conduce a la venta final del producto13, a la vez que los ingresos tienden a distribuirse en proporción inversa a la penosidad del trabajo que retribuyen. La tasa de revalorización creciente por unidad de coste físico que se observa como regla general de comportamiento a medida que los procesos avanzan hacia las últimas fases de elaboración y comercialización, unida a la creciente especialización que se observa, arrastran irremisiblemente hacia un panorama territorial y social crecientemente polarizado. El sistema financiero internacional amplifica esta polarización al ofrecer a los más ricos y poderosos posibilidades adicionales de financiación que crecen a tasas muy superiores a las de los agregados de producto o renta. Hay que subrayar este sistema se apoya en el crecimiento continuo de estos activos financieros, sin el cual la continua promesa de ganâncias futuras acrecentadas y la cotización y aceptación de tales activos se derrumbarían. De ahí que mantener la fe en la mitología del crecimiento sea crucial para el sistema. Y de ahí que sea un tema tabú subrayar el conflicto que se opera entre un mundo financiero que suscribe como axioma el crecimiento exponencial de la renta que originan los capitales, en forma de interés compuesto, y un mundo físico en el que el crecimiento exponencial sólo cabe en procesos parciales y transitorios. De esta manera, habría que cambiar las reglas del juego que informan el funcionamiento de los sistemas de valoración y de financiación actuales si queremos evitar que sigan configurando, dentro y fuera de los países, una geografía cada vez más escindida entre nucleos de atracción de capitales y productos y áreas de apropiación y vertido y alimentando simultáneamente procesos de desarrollo económico y de deterioro ecológico.

- Perspectivas de la economía ecológica

¿Se ocupará la economía ecológica de airear los temas tabú del pensamiento económico dominante, con suficiente fuerza como para promover la reconsideración generalizada de las bases sobre las que éste se asienta?; o, por el contrario, ¿acabará soslayando dichos temas al caer por la pendiente del instrumentalismo parcelario en boga?

Hemos visto que el tratamiento de los problemas ecológicos o ambientales ha sido un elemento de ruptura para el pensamiento económico ordinario que ha llegado a escindir la propia comunidad de los economistas. Los trabajos de la Economia Ecológica muestran que hay economistas que, codo a codo con especialistas de otras disciplinas, trascienden los presupuestos sobre los que se articula la versión corriente de sistema económico, para construir otros sistemas de representación más aptos para registrar y gestionar la interacción del proceso económico con el mundo físico en el que se inserta. Amplían así el objeto de estudio más allá del campo de lo apropiable, valorable y productible, con el que venía trabajando ese sistema. Se ven obligados a considerar la existencia de los recursos naturales y ambientales, antes de que hayan sido valorados, mediante la producción, y a seguir su existencia física posterior, en forma de residuos, cuando su valor se ha consumido. Lo cual exige razonar con otras nociones de sistema distintas de las de la economía estándar, con otros instrumentos, con otras dimensiones y unidades, viendo la gestión desde perspectivas económicas diferentes a las del homo economicus sumergido en el mundo del valor. Lo que provoca a veces la censura y el enfrentamiento de aquella otra parte de la comunidad de los economistas que piensan que el enfoque estándar puede abarcar por sí mismo la nueva problemática y son reticentes a admitir la existencia de otros enfoques que interfieren, corrigen o limitan la pretendida generalidad de sus conclusiones. Es esa pretensión implícita de seguir manteniendo incólume el monopolio explicativo de sus enfoques, lo que explica las frecuentes malinterpretaciones en este campo.

Para evitar que las elaboraciones de la ciencia económica que apuntan hacia um horizonte ecológica y socialmente más sostenible se vean ahogadas por el statu quo hay que hacer que trasciendan del "medioambientalismo" banal y parcelario que acostumbra a tratar el “medio ambiente” como un área más a incluir junto a las otras em las administraciones o en los manuales al uso. Lo cual requiere superar el “neoscurantismo” hacia el que nos arrastran los enfoques parcelarios al uso, adoptando un planteamiento económico más amplio, que enjuicie en toda su globalidad el patrimonio y los flujos físicos y financieros13 sobre los que se apoyan las sociedades actuales, desde los recursos hasta los residuos, desde el "tercer mundo" hasta los países de capitalismo "maduro". Se requiere, en suma, relativizar y trascender el enfoque económico ordinario, con su noción de sistema económico y toda la mitología de la producción y el crecimiento que la envuelve, y modificar el estatuto de la propia economía como disciplina haciendo de ella algo más amplio y abierto, pero a la vez más modesto y necesitado de otros saberes y opiniones. Avanzar por este camino exige situar en el primer plano de la discusión económica los temas tabú arriba esbozados, que el actual proceso de ecologización virtual de la economía trata de silenciar. Por elemental que parezca, tras varias décadas de economía ecológica y ambiental, se ha avanzado muy poco en el conocimiento de cómo la especie humana, a los distintos niveles de agregación, está gestionando su intendencia física y monetaria. Resulta paradójico que a la vez que se multiplica la literatura ambiental, persiste y hasta, en ocasiones, se agrava la carencia de información de base capaz de informar solventemente sobre el funcionamiento de la actual civilización y su evolución a lo largo del tiempo. Evidentemente esta paradoja revela una vez más el predomínio del tratamiento virtual o parcelario de estos temas frente al afán de abordarlos efectivamente con vistas a la gestión real: la falta de series de datos solventes denota una falta de apoyo en este terreno que se muestra en flagrante contradicción con la sentida preocupación por los temas ambientales de que hacen gala las administraciones nacionales e internacionales. Parece como si la gestión de este campo no demandara, como ocurre en la economía ordinaria de empresas o administraciones, registros contables que la orienten e indiquen cuales son los resultados. Es como si una omnipotente policía de opinión hubiera decretado la prohibición de reflexionar sobre cómo funciona realmente el metabolismo de la civilización industrial, incentivando el medioambientalismo banal en boga14. Lo crucial del debate es si la Economía ha de seguir siendo una disciplina autosuficiente, que se desenvuelve de espalda a las otras en el campo unidimensional del valor, haciendo uso de su mecánica maximizadora cortada por el patrón de los enfoques analítico-parcelarios de la ciencia clásica, o si, por el contrario, se transforma en una ciencia más abierta y transdisciplinar. En una ciencia más joven, oportunista y versátil que, como la Ecología, haga uso sin complejos de las enseñanzas de todas las disciplinas que puedan ser de utilidad en sus análisis (Naredo, J.M. y F. Parra, 1993). En una disciplina que, en suma, en vez de velar celosamente por el mantenimiento de sus viejos dogmas, se preocupe de razonar con sistemas y enfoques diferentes para tratar la problemática multidimensional que la gestión conlleva, aunque no pueda ya señalar “óptimos”, sino descartar las opciones de gestión más absurdas y orientar la toma de decisiones por parte de los implicados. La aparición de manuales de economía ecológica (ver bibliografía) denota que esta corriente ha alcanzado un mayor peso en el mundo académico y que está contribuyendo a abrir la enseñanza de la economía hacia las ciências de la naturaleza. Pero a pesar de ello, esta corriente no ha conseguido evitar que la noción usual de sistema económico siga guíando la reflexión de la mayor parte de los economistas y, sobre todo, orientando en exclusiva la gestión de las instancias decisorias de las administraciones y empresas. Hemos visto que el hecho de que los practicantes de esta corriente sigan trabajando sin clamar a diario por la necesidad de estadísticas que informen de un modo sistemático sobre el funcionamiento físico de los sistemas económicos y, por ende, sobre su evolución desde el punto de vista de la sostenibilidad, o sobre las huellas y mochilas de deterioro ecológico que entrañan, señala el peligro de que tras conseguir una parcela de poder en el mundo académico, se mantenga como una especialidad más, víctima también de la deriva instrumental que aleja tanto a la economía como a la ecología de los principales problemas económicos y ecológicos de nuestro mundo. En otras palabras, hay que observar si la economía ecológica se orienta sobre todo a suplir la falta de información e interpretación física de las consecuencias del comportamiento económico y a tenerlas en cuenta para orientar la gestión com conocimiento de ellas, o apunta más bien a utilizar términos de compromiso poco esclarecedores perdiéndose, junto a la economía ambiental, en los laberintos del conocimiento parcelario, mientras se sigue utilizando a diario la información monetaria como guía suprema de la gestión. Que se incline la balanza en uno u otro sentido no dependerá tanto de la discusión meramente racional de las elaboraciones científicas como del clima social propicio a los distintos paradigmas que las orientan, clima que resultará de la influencia de los conflictos sociales y ambientales que la actual civilización ha desatado y que las políticas de descontaminación virtual y de lavado verde antes mencionadas tratan de controlar.



Esperamos que nos permita generar el debate necesario.
Invitamos de nuevo a todos los comuneros a hacer de este blog un espacio para la discusion necesaria.

RUMBO AL ESTADO COMUNAL

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