Un articulo publicado por Marcelo Colussi en www.rebelion.org, en torno al debate sobre la unidad.
Mientras la derecha se une la izquierda se fragmenta
Es difícil precisar con
exactitud qué significa hoy ser de izquierda. Después de los
terribles golpes sufridos con la caída del campo socialista hacia
los 90 del siglo pasado, con la imposición de las políticas
neoliberales que hicieron retroceder enormemente muchas conquistas
sociales, con el fin de la Guerra Fría, hoy por hoy es complicado
entender exactamente qué es “la izquierda”. De todos modos,
aunque hay una variación enorme y pueden entrar ahí planteos
incluso antitéticos, está claro que es lo que se enfrenta a las
posiciones conservadoras que buscan mantener la regularidad del
sistema. Lo que se opone a esto, es la izquierda (izquierda
parlamentaria, movimientos armados, organizaciones campesinas,
sindicatos combativos, partidos que vienen del estalinismo histórico,
nuevos movimientos urbanos como los desocupados, estudiantes
movilizados, intelectuales y artistas críticos, etc., etc. La lista
es larga). Por el contrario, lo que defiende al sistema, es la
derecha.
En ese amplio e impreciso
campo de “la derecha” también puede entrar de todo, desde el
actual pensamiento neoconservador de los grandes capitales globales
al Opus Dei, de los medios de comunicación comerciales a los
empresariados nacionalistas del Tercer Mundo, etc., etc. Pero cuando
le suenan señales de alarma, la derecha –siempre y en cualquier
parte del mundo– cierra inmediatamente sus filas y actúa como
bloque monolítico. En definitiva, cuando vive un ataque está en
juego su supervivencia como sector privilegiado; y eso, por lo que se
ve, no admite dudas: o se une o la expropian, o depone diferencias y
actúa como bloque o desaparece. La experiencia nos enseña que
siempre, a cara de perro, opta sin titubeos por la primera opción.
Pero no sucede lo mismo
en la izquierda. ¿Por qué? La derecha tiene mucho que perder (sus
privilegios de clase justamente), por eso sabe unirse. La izquierda,
en tanto expresión de los sectores explotados y excluidos, “no
tiene nada que perder, más que sus cadenas”, para expresarlo
con una frase épica.
Como se ha dicho con
cierta malicia, pero no sin una cuota de verdad: si algo define a las
izquierdas políticas es su “manía” de estar siempre
dividiéndose, peleándose por minucias, fragmentándose. Ese es un
mal presente siempre y en cualquier parte del mundo, al igual que en
la derecha su intuición de clase para unirse.
La cuestión es ¿por
qué?, pero más importante aún: ¿qué hacer al respecto?
Sabido es que la
izquierda política es siempre un sector bastante marginal en las
sociedades; implica una toma de posición que, si bien tiene algo, o
mucho, de afectiva, es ante todo intelectual. Ser de izquierda
significa ir contra la corriente. Para decirlo descriptivamente: es
más fácil no “complicarse la vida” y no pensar en forma
contestataria, lo cual sirve, antes que nada, “para meterse en
problemas”. Quien decide incorporar esas categorías de pensamiento
en su vida da un salto racional nada desdeñable: se tiene que
desembarazar de todos los valores que el peso de la tradición le
confiere. Ello implica un profundo paso racional. Luego –no
siempre, pero sí en muchas ocasiones– puede venir un cambio
sustantivo en la vida cotidiana, en la práctica concreta: un
pensamiento “de izquierda” no implica necesariamente una
actuación revolucionaria; pero es ya un gran paso.
Dado ese paso, es muy
probable que se abran nuevos horizontes conceptuales: al empezar a
ver el mundo con nuevas categorías, al comenzar la “crítica
implacable de todo lo existente” –tal como reclamaba el
fundador del marxismo– se descubren cantidad de mentiras sociales
coaguladas, normalizadas, aceptadas desde siempre como naturales. No
hay dudas que un pensamiento de izquierda es progresista y no se
escandaliza ante ningún cambio positivo; se supone que es abierto,
tolerante, no racista, no sexista, no discriminatorio, no
enfermizamente consumista.
Pero sigue estando en
juego el tema del poder. No es ninguna novedad que dentro del
campo de las izquierdas políticas (que no es lo mismo que las
protestas de los pueblos: las movilizaciones espontáneas, las
reacciones ante injusticias, la pasión por no dejarse doblegar), los
miembros que la componen viven muchas veces peleando entre sí,
discutiendo y fragmentándose. En las fuerzas de la derecha esto no
sorprende, porque para nada hay ahí un ideario de solidaridad, de
igualdad. Allí, claramente, se trata de la supremacía del más
fuerte. En la izquierda no: el ideal es la equidad. Pero la
experiencia enseña otra cosa: grupos pequeños, de cincuenta
militantes quizá, con frecuencia se separan, se fragmentan. Las
asambleas políticas, los intercambios teóricos, los debates a veces
pueden ser patéticos, con discusiones interminables –y bizantinas–
que no llevan a ningún lado, donde lo que está en juego es, en
definitiva, ver “quién es más revolucionario”, en tanto las
transformaciones reales siguen esperando.
¿Cómo entenderlo?
¿Luchas de poder? También se da en la izquierda, por supuesto. Lo
preocupante es la fragmentación interminable que pareciera ser su
cáncer; en vez de unirse, vive dividiéndose. La consigna pareciera
consistir en “quién lo dice mejor”, “quién es más de
izquierda”. Y en esa dinámica, en ese principismo… se van no
pocas energías que debilitan la lucha política.
Entendiendo que estas
luchas de reconocimiento son humanas, o “humanas” tal como ha
sido entendido esto hasta ahora en la historia de las sociedades
basadas en la división de clases y patriarcales donde uno “triunfa”
y otro “pierde”, entendiendo que, hoy por hoy, esa es una matriz
dominante, también en los que pretenden un cambio están presentes
estas estructuras. También en la izquierda estamos llenos eso, que
no son precisamente “vicios”. ¿Por qué no iba a ser así? ¿No
se es también machista o racista en la izquierda muchas veces?
Cuando se discute por la “pureza teórica”, ¿realmente se
discute por eso, o hay más en juego? ¿No hay figuraciones y
pavoneos también ahí?
Ante esta situación, la
cuestión básica es ver si existe “vacuna preventiva”. ¿Por qué
vivimos peleándonos por pequeñeces que terminan distrayéndonos?
Más allá de ser ridículo (ni más ni menos que aquel que se
pavonea con un automóvil de lujo o con una joya), la cuestión es
que todo ello nos paraliza como propuesta de cambio real. Pelearse
por una palabra en la declaración, por ejemplo, es un puro ejercicio
intelectual, académico, no muy distinto de las discusiones de los
teólogos medievales que debatían sobre el sexo de los ángeles.
“Izquierdismo” lo llamó Lenin; “enfermedad infantil
del comunismo”. Quizá no es una enfermedad en sentido
estricto; es una condición humana, o una condición de lo que hoy es
el ser humano (a veces ridículo espécimen guiado por el fantasma de
la lucha de reconocimiento, por imponerse al otro; cuestión que
remite finalmente al sentido último del ejercicio del poder: es una
aspiración a superar los límites, a la perduración, un desafío a
la finitud. El poder nos transforma en dioses).
Es más fácil dividir
que sumar, más cómodo criticar (al modo destructivo, casi como
sinónimo de “chisme”) que construir. Infinidad de ejemplos
ratifican que la izquierda –no siempre, claro, pero sí en muchas
ocasiones– cuando tiene que sumar, se fragmenta, cuando tiene que
estar con las masas en un momento de calor revolucionario, se queda
discutiendo sobre un concepto.
Tragicómica condición:
pensar en forma crítica es buenísimo, es un paso adelante en el
progreso humano. Pero a veces puede dar lugar a payasadas
inconducentes: el sexo de los ángeles o la palabra “correcta” en
la declaración. Tal vez si de vacuna contra todo ello se trata,
podríamos decir que… no hay vacuna específica (quizá no es una
“patología” como decía Lenin). Lo que debemos abrir es una
crítica sobre el poder, y buscarle los antídotos a eso. ¿Por qué
es tan fácil que nos fascine? Algunos se pavonean con el automóvil
de lujo o la joya de oro; otros, quizá, con un principismo que por
tan puro puede llevar a lo inconducente.
En definitiva, la
producción intelectual es así: no tiene garantías. De miles de
libros que se publican, alguno trascenderá, y la inmensa mayoría
está condenada a ser regalada por compromiso entre los amigos. Pero
ese es el desafío: de entre tantos intrascendentes, alguno vale. De
entre tantas y tantas discusiones bizantinas e intrascendentes,
alguna dará luz. Eso es la verdadera democracia, genuina, de base.
La izquierda muchas veces se agota en estas discusiones, y eso no es
malo. La cuestión es no perder de vista que muchas veces es el puro
espejismo del poder el que nos guía –manifestado aquí no con la
joya lujosa sino en la posición más “principista”, más
“revolucionaria”–. Pero en definitiva, motorizados también por
la recurrente cuestión de la imposición sobre el otro.
La derecha es pragmática.
Cuando tiene que unirse no se equivoca: se une y le pasa por encima a
los intentos de cambio que buscan sacarla de su sitial de privilegio.
La izquierda no. Sin caer en un ciego pragmatismo donde el fin
justifica los medios, y siendo realistas, si tomamos en serio eso de
construir una nueva sociedad, debe partirse por abrir una crítica
implacable de nuestra condición y apuntar a poder reírnos sana y
productivamente de nuestros propios límites. ¿Interesa cambiar algo
o interesa quién lo dice “mejor”?
RUMBO AL ESTADO COMUNAL
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